Lo de los paraísos donde uno se perdería es una cuestión muy
subjetiva, y que además depende de la experiencia de cada uno. Nadie ha
estado en todas partes, por lo que una selección de este tipo es
forzosamente incompleta y hasta errónea, incluso desde el punto de vista
de quien la realiza. Pero ahí va.
Vélez de la Gomera (y alrededores).
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No, no es una boutade proponer como destino este antiguo presidio y
hoy minúsculo puesto de tropas españolas incrustado en territorio
marroquí. Situado entre Alhucemas y Xauen, este peñón de caprichosa
belleza (inaccesible salvo permiso de los militares, que no se prodiga)
nos sirve para señalar el territorio que media entre ambas, uno de los
más hermosos del norte de Marruecos, con bosques de cedros y calas y
playas sin estropear por el hombre (como la que tiene en sus
inmediaciones el peñón). Xauen, la guinda del pastel.
La Gomera.
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En este caso se trata de la isla canaria. Es difícil elegir entre las
siete, pero La Gomera se lleva la mención por esa joya única que es su
bosque de laurisilva, del que se conserva la más fastuosa muestra en el
parque nacional de Garajonay. Ver cómo las nubes lamen las laderas de
las montañas, o internarse en la espesura de ese bosque milenario, son
experiencias difíciles de olvidar. El año pasado se quemó una parte,
tristemente, pero aún queda mucho para disfrutar.
Las Highlands.
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Si se me permite escoger, opto por la parte más septentrional, la que
se halla junto a la línea de costa que va desde Thurso hasta Cape Wrath
(o lo que es lo mismo, el Cabo de la Ira). Ese norte extremo, desnudo y
siempre azotado por los vientos, es uno de los parajes más alucinantes
que pueden contemplarse sin salir de Europa. El paisaje que se recorre
al costear desde Cape Wrath hasta Ullapool tampoco defrauda: el verdor
de valles y fiordos llega a hacer daño a los ojos.
Sicilia.
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Más que Corleone y la mafia, que irremediablemente surgen al
mencionarla, Sicilia es la civilización en su más alto exponente, la más
espectacular de las islas griegas (fuera de Grecia, curiosamente). Del
pequeño y fascinante teatro griego de Segesta al más grande, tópico (y
romanizado) de Taormina, pasando por Selinunte o Agrigento, la isla de
la que entre otros provienen Sinatra o Battiato explica con sólo mirarla
por qué es cuna de almas excepcionales (para lo bueno y lo malo).
Costa amalfitana.
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Italia merece colocar dos miembros en esta lista, y una vez recogida
Sicilia no puede faltar la costa que va de Salerno a Sorrento, pasando
por Amalfi. Con paciencia y un utilitario italiano (no merece la pena
agenciarse más cilindrada, porque no se puede correr) el itinerario es
de los que quitan el aliento. Y para dormir, puede uno elegir cualquier
pueblo de los que se alinean en la carretera. Todos son inolvidables.
Machu Picchu.
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La vieja ciudad de los incas es uno de esos lugares donde uno siente
de veras que ha entrado en una dimensión diferente. Nada más parecido a
caminar por el cielo, nada más cerca del corazón de la tierra. Aquellos
tipos acertaron a levantar una ciudad con la que ninguna otra puede
competir. Y en el mismo paquete suele ir Cuzco, con el sobrecogedor
templo de los incas, el Qorikancha, que tampoco es manco.
Normandía.
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A los franceses les vamos a permitir aportar esta región de ensueño,
que paradójicamente fue un infierno para cientos de miles de hombres en
junio de 1944. Pero incluso en los escenarios de las carnicerías, y en
los cementerios de los caídos, sabe esta tierra ser hermosa y sugerente.
En el lote, el Mont Saint Michel, uno de los lugares más extravagantes
de la Tierra, con esas mareas que avanzan y retroceden kilómetros,
convirtiendo en isla y devolviendo al continente la caprichosa roca.
Praga.
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Si vamos a dejar que entre en la lista una ciudad, que sea ésta, la
más mágica, la más hermosa, la más increíble de Europa. Limitándose a
describirla, Kafka pudo pasar a ojos de millones de lectores como un
escritor fantástico. Su río caudaloso, sus promontorios de excelsas
vistas, su ciudad vieja, su luz que cambia diez veces al día
Hasta ha
resistido la reciente tentativa de convertirla en parque temático, y la
invasión del comercio orientado al turista. Su belleza puede con eso y
con más.
Ticino.
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El cantón italiano de Suiza, con sus lagos y sus ciudades asomadas al
espejo de las aguas, es probablemente lo más impactante del país
helvético, dejando aparte picos y glaciares. Más allá de Lugano y
Locarno, que deslumbran por su discreta opulencia, los valles de este
cantón, y los lagos que lo adornan, son lo más cercano a la paz absoluta
que puede disfrutarse a apenas dos horas de vuelo. No extraña que
tantos se refugiaran allí.
Gotland.
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La isla de Pippi Calzaslargas, en medio del Báltico, a una hora de
vuelo de Estocolmo. Un lugar distinto de todos los demás, con esa luz
septentrional que en verano es eterna, ese mar quieto como una laguna, y
un paisaje llano y amable que invita a abandonarse al dolce far niente.
El invierno, claro, es otra cosa. Pero siempre queda Visby, la capital,
una antigua ciudad hanseática increíblemente conservada.
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