La historia tiene todos los mimbres para resultar increíble, lo que
en ese estrafalario lugar de la Tierra que responde al nombre de Corea
del Norte puede ser un argumento en favor de su verosimilitud. Los
hechos vienen envueltos en el aura neblinosa que impregna todo lo
ocurrido dentro de las herméticamente cerradas fronteras del país
asiático, pero, ateniéndonos al relato de una de las fuentes más
próximas a la noticia, el South China Morning Post, la cantante
norcoreana Hyon Song-woi y once compañeros de su conjunto musical, la
orquesta Unhasu, habrían sido ajusticiados por el delito de grabar vídeos pornográficos con destino a su venta. Alguno de esos vídeos, supuestamente, habría llegado a ser distribuido en el mercado chino.
Estos son los hechos, en su escueta y desconcertante desnudez. Pero,
como suele suceder con todas las historias, la gracia (la maldita
gracia, en este caso) está en las circunstancias, en los detalles y en
lo que, sin contarse, se deja entrever.
Las circunstancias son que Hyon Song-woi fue hace diez años la novia del supremo líder norcoreano,
Kim Yong-un, quien a la sazón no era aún supremo líder, sino hijo de su
papá el supremo líder anterior. Éste no vio con buenos ojos el noviazgo
y lo abortó, lo que llevó al matrimonio de Hyon con un soldado (se
desconoce de qué graduación) y de Kim con otra cantante de la misma
orquesta, Ri Soi-ju. Llegados a este punto uno experimenta la primera
punzada de perplejidad: para qué tanto empeño en impedir la relación del
chaval con una cantante si el resultado había de ser el matrimonio con
otra del mismo grupo. Y la perplejidad da paso al estupor cuando se
añade el detalle de que, según los rumores del lugar, Kim y Hyon, pese a
su doble enlace con otra gente, siguieron manteniendo su relación.
Los detalles, según refleja la prensa china con espeluznante
frialdad, comienzan con el procedimiento de ejecución: Hyon y sus
compañeros de orquesta y filmaciones cayeron abatidos por disparos de armas automáticas.
Continúan con el público asistente a la ceremonia: las familias de los
ejecutados. Y culminan con un epílogo digno de pasar a los anales de la
crueldad humana: el envío de los familiares, aún con el ametrallamiento
de los suyos reciente en la retina, a campos de concentración.
Aunque lo realmente jugoso es lo otro, lo que las informaciones no
cuentan pero la imaginación calenturienta de quien escucha la historia
no puede evitar representarse y rellenar. ¿Cómo debía de sentirse Hyon
en los momentos dulces, cuando disponía del inconmensurable privilegio
de ser objeto de los favores del hijo del supremo líder, poco menos que
un semidiós a ojos de sus compatriotas?
¿Cómo fue el tránsito de semejante distinción a la condición de
esposa de un militar de rango desconocido? Y si los rumores son ciertos,
¿cómo vivió la doble vida, la esquizofrenia de ser al
mismo tiempo la consorte de un don nadie y la reina secreta del lecho
del dueño de su país y de la vida, la hacienda y la mente de todos sus
compatriotas?
Y lo jugoso viene a partir de aquí. ¿Cuándo, cómo y por qué vio Kim los vídeos? ¿Qué fue lo que le vio hacer en la grabación a su ex novia o aún amante?
¿Por qué le llevó, lo que quiera que viera, a mandar ejecutar no a Hyon
y pongamos uno o dos de los miembros de la orquesta, sino nada menos
que a once?
Las respuestas a todas esas preguntas son necesariamente
perturbadoras y, si la historia es cierta, como su carácter delirante
parece sugerir (tratándose de quien se trata), viene a completar el
conocimiento de un lugar donde, según informaciones recientes, buena
parte de la población es adicta a la metanfetamina de fabricación
casera. Cuando el surrealismo es de tal calibre, y se encuentra tan
arraigado en el sistema, resulta hasta cierto punto comprensible que uno
decida unirse a él.
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